El pobre perro vagabundo | Audio cuento infantil
El pobre perro vagabundo
A menudo cazaba alguna rata para la cena, y una vez encontró tres pedazos de pan que había tirado un vagabundo. ¡En realidad, aquello fue un auténtico banquete para nuestro pobre perro callejero! Pero eran más las veces que pasaba hambre que las que tenía el estómago lleno, así que estaba muy delgado, tanto que se le veían las costillas a través de su piel marrón.
Las personas no se mostraban amables con el perro vagabundo. Si se acercaba a ellas, le gritaban. También le golpeaban siempre que podían. Cuando pasaba eso, metía el rabo entre las piernas y echaba a correr para ponerse a salvo, gruñendo. Él pensaba que las personas eran sus enemigos, y estaba deseando poder morder a alguna.
Un día iba por el bosque, husmeando en busca de algo que comer, como siempre. Al llegar cerca del gran estanque en el que solía beber se paró de repente, gruñendo. ¡Había alguien allí! Era un niño que hacía navegar un barquito de juguete. Al perro no le gustaban los niños. Siempre le tiraban piedras y le gritaban cosas crueles e insultos.
El perro se acercó un poco más. El niño no le vio. El perro pensó que quizá pudiera darle un buen mordisco a aquel niño. ¡Así se vengaría de todos los golpes y patadas que le habían dado los críos!
Muy despacio, fue acercándose cada vez más al niño, decidido a darle un mordisco en su pequeña y rolliza pierna. ¡Pero entonces pasó algo inesperado! Al estirarse para alcanzar su barco de juguete, el niño cayó al agua. El estanque era muy profundo, y el niño no sabía nadar. Empezó a gritar y a luchar por mantenerse a flote mientras el perro le observaba muy sorprendido.
¿Por qué no nadaba aquel niño? El perro había cruzado nadando el estanque muchas veces y creía que todo el mundo podía hacer lo mismo. Al principio se alegró de ver al niño luchando por salir del agua sin conseguirlo…pero luego le invadió una sensación extraña. ¡En el fondo de su corazón sentía que tenía que saltar al agua y salvar a aquel niño!
Así que al final se tiró de cabeza al estanque, sujetó entre sus grandes dientes la ropa del niño y nadó arrastrando al chico hasta la orilla. Lo dejó sobre la hierba y se sacudió al agua de encima. De su piel mojada saltaron miles de gotas plateadas.
Esperaba que el niño también se sacudiera, pero en lugar de eso se quedó muy quieto, tendido sobre la hierba y jadeando para coger aire. Luego se sentó y extendió una mano hacia el perro.
— ¡Ven aquí, perrito bueno! —dijo intentando acariciarlo.
Pero el perro retrocedió, gruñendo. Pensaba que lo que quería hacer aquel niño era cogerle para pegarle. Nunca en su vida le había hablado nadie con cariño, así que escapó corriendo hacia el fondo del bosque.
Cuando encontró a sus amigos, el agresivo gato montés y el viejo tejón que tenía la piel a rayas, les explicó lo que había pasado. Los dos se le quedaron mirando extrañados.
— ¡Qué tonto has sido ayudando a uno de nuestros enemigos! —dijo el gato sacando las uñas—. ¿Por qué has hecho una cosa así? ¡Ya verás como ese mismo niño te tira piedras la próxima vez que te vea!
— Ya lo sé —dijo el perro, bastante avergonzado de sí mismo—. Pero, no sé por qué, no pude evitar echarme al agua para salvarle. ¡Estaba a punto de morderle, cuando sin saber cómo me encontré nadando hacia la orilla con él a rastras!
— ¡Desde luego, mira que eres estúpido! —dijo el tejón, moviéndose torpemente sobre sus enormes zarpas—. Cuando eres un animal salvaje y vagabundo, no vale la pena ser bueno con nadie. No te queda más remedio que ser cruel y feroz.
El perro pensó que tenían razón y se arrepintió de haber salvado al niño. Se marchó corriendo en busca de comida. Al volver, ya muy tarde, cuando hacía mucho rato que se había hecho de noche, le sucedió algo terrible: fue a caer en una de las trampas para atrapar animales que ponían los cazadores en el bosque.
¡Clac! Los duros dientes de acero de la trampa se le clavaron en la pata, y el pobre perro empezó a aullar de dolor y de miedo. Luchó por liberarse de la trampa, pero no pudo sacar la pata de allí. Estaba bien atrapado. El pobre perro vagabundo levantó su cabeza marrón al cielo y siguió aullando tristemente.
— ¿Quién habrá puesto esta trampa? —se preguntaba— ¡Quizás haya sido el niño al que esta misma tarde he salvado la vida!
¡Cómo hubiera deseado en ese momento no haber evitado que se ahogara en el estanque del bosque! El tejón no se equivocaba en lo que había dicho. No valía la pena ser bueno.
El perro no dejó de aullar de dolor y miedo sin parar. Muy lejos de allí, en una pequeña casa de campo, un niño le oyó a lo lejos y se sentó en la cama a escuchar.
— ¡Oh, no! ¡Algún perro está en apuros! —pensó— ¿Habrá caído en una de esas horribles trampas que ponen los cazadores en el bosque? ¡Y si además fuera ese pobre perro vagabundo que me ha salvado en el estanque y luego ha salido corriendo! ¡No puedo quedarme aquí tan tranquilo! ¡Tengo que ir a ver qué pasa!
El niño saltó de la cama, se vistió a toda prisa y salió de la casita sin que nadie se diera cuenta. Empezó a andar hacia el bosque y, guiándose por los aullidos del perro, llegó hasta donde el chucho estaba atrapado sin poder soltar la pata de la trampa.
Gracias a la luz de la luna pudo ver al perro. Al niño se le escapó un grito de pena y corrió hacia él; el animal le enseñó los dientes y se puso a gruñir, pero el chico no hizo caso. Sin perder ni un segundo, apretó el resorte de la trampa y el perro pudo sacar de allí la pata. Ya se marchaba cojeando cuando el chico le llamó:
— ¡Ven aquí! Tienes que venir conmigo y dejar que te limpie la herida de la pata; si no, se pondrá cada vez peor y puedes perderla.
El perro se detuvo. El niño se acercó a él y lo cogió en brazos. Estaba tan delgado que casi no pesaba y era fácil llevarlo a cuestas. Llevó al perro en brazos hasta su casa y lo dejó junto al fuego de la cocina***.
El perro ya no sabía qué pensar. La pata le dolía mucho, y tenía ganas de morder a alguien… ¡pero no podía morder precisamente a aquel niño! Así que permitió que lo dejara sobre una alfombra blanda y suave y se quedó allí estirado mientras el niño calentaba agua en una palangana. Luego, con mucha suavidad, le lavó la herida de la pata y le puso un ungüento frío. Después el niño le vendó la pata con un pañuelo viejo y le dio un poco de leche y una galleta bien grande.
— Ahora me voy a la cama —le dijo el niño—. Tú puedes quedarte aquí, amigo. ¡Esta mañana me has salvado en aquel estanque tan hondo y por la noche te he salvado yo de la trampa! Fuiste muy bueno conmigo y luego yo he podido corresponderte y portarme bien contigo. ¿A que es bonito? Portarse bien siempre tiene su recompensa, ¿sabes? Eso dice siempre mi madre.
El perro se quedó calentito al lado del fuego y estuvo pensando un buen rato. El niño decía que ser bueno siempre era recompensado, pero el tejón decía lo contrario. ¿Cuál de los dos tendría razón?
Por fuerza tenía que ser el niño quien decía la verdad, porque, al fin y al cabo, él había ido a ayudar a un perro en apuros. El perrito vagabundo parpadeó a la luz del fuego y pensó con cariño en el chico. Nadie había sido bueno con él hasta entonces. Era una sensación estupenda.
A la mañana siguiente, la madre del niño se llevó una gran sorpresa al encontrar al perro vagabundo junto al fuego de su casa. Pero cuando el niño le contó lo que había pasado durante la noche, el pobre perrito le dio mucha pena. Le acarició con mucha suavidad mientras decía:
— ¡Pobrecillo! ¡Pobre perrito!
El perro meneó la cola y se le quedó mirando.
¡Había encontrado a dos buenas personas! ¡Qué buena suerte!
— Está medio muerto de hambre —dijo la mamá del niño—. Pobre animal. No lleva collar, así que debe de ser un perro vagabundo.
— Mamá, ayer me salvó en el estanque; si no hubiera sido por él me podría haber ahogado —dijo el chico—. Es un perro muy bueno y muy valiente, aunque sea vagabundo. ¿Me dejas que me lo quede***?
— Si quieres, quédatelo —dijo su madre.
Así que el niño fue a buscar un collar para el perro y le preparó una comida estupenda. Luego volvió a curarle y vendarle la herida de la pata y lo cepilló de arriba abajo.
— Serás un compañero estupendo cuando estés más limpio y peses unos cuantos kilos más —dijo el chico—. ¡Tienes los ojos más bonitos que he visto!
El perro estaba muy contento. Correteaba cojeando alrededor del niño y no le perdía de vista ni un segundo. Le lamía la mano cada vez que podía y no paraba de mover la cola. Casi no se podía ni creer que de verdad el niño quisiera que viviera con él y fuera su perro.
Aquella tarde fue cojeando hasta el bosque con el chico, que tenía que ir a buscar leña para su madre.
El perro vio a sus dos amigos, el gato salvaje y el tejón, y se acercó a ellos meneando la cola.
— ¡Llevas puesto un collar! —dijo el tejón, enfadado—. ¡Te has unido a nuestros enemigos! ¡Qué vergüenza!
— ¡Te estás convirtiendo en un animal domesticado! —le dijo el gato salvaje, bufándole—. Ya no eres salvaje como nosotros. ¡Debería darte vergüenza!
— He venido a explicároslo —dijo el perro, muy serio—. Estabais equivocados al decir que era una tontería ser bueno. La bondad es algo estupendo, es lo mejor que he visto en este mundo, aunque no sea más que un perro. Si no me hubiera portado bien, ahora no sería tan feliz.
— ¡Qué animal más bobo! —dijo el tejón, muy enfadado, y se marchó arrastrando las patas.
— ¡Traidor! —bufó el gato, alejándose de un salto. El perro se puso triste…pero cuando oyó al chico llamándole con un silbido empezó a mover la cola de alegría y fue cojeando a su encuentro lo más deprisa que pudo. ¡Era mejor vivir con un buen amo que habitar en los bosques con animales feroces por amigos!
Todavía hoy vive con aquel chico. Se llama Brownie y tiene una pata un poco torcida, la que le pilló la trampa de los cazadores.
Así que, ya sabéis: si alguna vez os encontráis con un perrito que se llama Brownie y tiene una pata torcida, ya conocéis su historia… ¡Y le podéis dar una palmadita amistosa por la suerte que tuvo!
– Colorín colorado…
– …este cuento se ha acabado.